Hoy me siento banal, ordinaria, chamuscada, gris, sombría, triste y algo desgastada.
Hoy me siento lejos, y a la vez aquí, en lo más profundo de esta cueva que me he hecho yo.
Hoy siento un quiste amarrado a mi corazón, como una sanguijuela que me roba segundos, minutos, sonrisas, recuerdos, pasado, y también futuro.
Hoy siento que me dejaste en el suelo, tras esa dura patada por la espalda, sin respiración. Y ni siquiera cerraste la puerta al salir. Por eso ahora tengo frío.
Hoy noto cristales de vinilo incrustados por toda la piel. Y ahí los tengo, emergiendo como las púas de un erizo. Sólo que nadie se da cuenta.
Hoy tengo una pluma, un pincel, tinta, un estuche de acuarelas, y mucho tiempo para no volver.
Y es mucho, muchísimo más, de lo que tu tendrás nunca.
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sábado, 31 de diciembre de 2016
viernes, 30 de diciembre de 2016
Delirios varios
Sábanas de muerte
Lágrimas de muerte
Tormentas de muerte
Que saben a escalofríos
Continuamente
jueves, 29 de diciembre de 2016
Insomnia
Esta noche me quedaré despierta
Hasta que, una por una, las estrellas
Me digan adiós y se duerman
martes, 27 de diciembre de 2016
En el departamento de Joyeria del corte ingles
Tienen collares, y anillos, y hermosos carteles publicitarios
Promesas de cumplir todos tus deseos
Las marcas más caras, ofertas y "gangas"
En azul, en rosa, en verde, renuevan diariamente el muestrario
Observo a mi hermana probarse unos pendientes largos
Los quiere para el vestido que se pondrá en fin de año
viernes, 23 de diciembre de 2016
Luz
Ni los regalos, ni los belenes, ni el turrón, ni las luces, ni los Reyes, ni Santa Claus. La Navidad era cosa de la abuela Estrella, siempre luminosa y vigilante. Así permaneció incluso después de irse al Cielo, el lugar al que realmente pertenecía, aunque nunca dejó de irradiar luz desde lo más alto del árbol.
miércoles, 21 de diciembre de 2016
El cigarro
La lluvia suave repiquetea en las ventanas empañadas del tugurio. La luz es tenue, espesa, olorosa, amarillenta. Apenas queda ya nadie en el bar, todos (ricos y pobres, jóvenes y viejos…) se han ido ya a sus casas. Mañana hay que madrugar para llevar el pan a casa. Por suerte o por desgracia, unos cuantos tienen pan de sobra como para coger kilos de más. Aunque esos son los que menos.
Solo una mujer, alta y elegante, permanece apoyada en la barra. Los músicos, cansados de tocar para ella, exhalan sus últimos alientos en blues. El pianista yace con la boca semiabierta sobre el atril, dormido como un recién nacido en brazos de su madre. El dueño del bar los azuza constante e incansablemente, porque como es sabido por todos los dueños de los bares, un cliente insatisfecho al final de la noche es un cliente menos al día siguiente.
Para disgusto de los primeros y para alegría del segundo, la señora pide otro whisky escocés, por favor. El frío de la copa no le traspasa hasta los manos, cubiertas con largos guantes de terciopelo incluso dentro del recinto. Cruza las piernas. El velo del tocado le cubre el rostro, dejando entrever tan solo unos profundos e inexorables ojos verdes. Sus uñas deben ser largas, a juzgar por el sonido que emiten mientras golpetean repetidamente la madera.
A través del humo de su cigarro se cuela la silueta de un hombre que acaba de entrar por la puerta. Se sienta a su lado, ella sigue perdida en sus pensamientos, rizados como su cabello. Pero tiembla, imperceptiblemente.
- ¿Qué hace en un lugar como este, sola, y estas horas, señorita? Si se puede saber…
Ella con gusto le respondería. Pero no tiene nada que responder.
- ¿No le parece amargo el whisky?
Por toda respuesta, la mujer se termina la copa de un trago. En su mente desfilan imágenes de tiempos lejanos.
El pianista, entre sueños, intenta tocar un acorde, sin éxito. El saxofonista lo fulmina con la mirada. Ha estropeado su solo.
- La cuenta, por favor - pide ásperamente, al tiempo que deposita un billete sobre la barra, y el dueño se apresura a hacer cálculos - Y dígale de mi parte a este caballero que si lo que quería era una fulana para pasar la noche, hay un sitio para alquilarlas cerca.
En compensación por las horas extras de música, la mujer se marcha sin esperar el cambio. El pianista, como para despedirse de ella, despierta y toca las últimas notas de la canción.
- Perdone… ¿A qué caballero se refiere, señorita?
Pero ella ya había desaparecido tras la puerta, dejando como único signo de presencia su cigarro, aplastado en el suelo.
Solo una mujer, alta y elegante, permanece apoyada en la barra. Los músicos, cansados de tocar para ella, exhalan sus últimos alientos en blues. El pianista yace con la boca semiabierta sobre el atril, dormido como un recién nacido en brazos de su madre. El dueño del bar los azuza constante e incansablemente, porque como es sabido por todos los dueños de los bares, un cliente insatisfecho al final de la noche es un cliente menos al día siguiente.
Para disgusto de los primeros y para alegría del segundo, la señora pide otro whisky escocés, por favor. El frío de la copa no le traspasa hasta los manos, cubiertas con largos guantes de terciopelo incluso dentro del recinto. Cruza las piernas. El velo del tocado le cubre el rostro, dejando entrever tan solo unos profundos e inexorables ojos verdes. Sus uñas deben ser largas, a juzgar por el sonido que emiten mientras golpetean repetidamente la madera.
A través del humo de su cigarro se cuela la silueta de un hombre que acaba de entrar por la puerta. Se sienta a su lado, ella sigue perdida en sus pensamientos, rizados como su cabello. Pero tiembla, imperceptiblemente.
- ¿Qué hace en un lugar como este, sola, y estas horas, señorita? Si se puede saber…
Ella con gusto le respondería. Pero no tiene nada que responder.
- ¿No le parece amargo el whisky?
Por toda respuesta, la mujer se termina la copa de un trago. En su mente desfilan imágenes de tiempos lejanos.
El pianista, entre sueños, intenta tocar un acorde, sin éxito. El saxofonista lo fulmina con la mirada. Ha estropeado su solo.
- La cuenta, por favor - pide ásperamente, al tiempo que deposita un billete sobre la barra, y el dueño se apresura a hacer cálculos - Y dígale de mi parte a este caballero que si lo que quería era una fulana para pasar la noche, hay un sitio para alquilarlas cerca.
En compensación por las horas extras de música, la mujer se marcha sin esperar el cambio. El pianista, como para despedirse de ella, despierta y toca las últimas notas de la canción.
- Perdone… ¿A qué caballero se refiere, señorita?
Pero ella ya había desaparecido tras la puerta, dejando como único signo de presencia su cigarro, aplastado en el suelo.
La caja
Érase una vez un hombre cansado que encontró
una caja. Era de cartón, estaba vacía en medio de la calle, no tenía nombre y
parecía que nadie la reclamaba, así que se la quedó. Tenía una araña. El hombre
la sacudió hasta que esta cayó al suelo. Pensó en lo bien que le había venido
encontrarse esa caja que no era de nadie, porque así podría transportar cosas
más fácilmente si lo necesitaba. Y no se sentiría tan solo. La caja le haría
compañía.
Los días posteriores la caja lo acompañó al
trabajo. Estaba vacía, pero lo importante era que estaba ahí, junto a él. Que
no se iría nunca, porque aunque lo intentase, el hombre la agarraría firmemente
con sus manos gruesas y peludas.
Un día pensó: "Y si esta caja me la he
encontrado yo, ¿por qué no puedo sacar de ella lo que yo quiera?" Y dicho y
hecho. De la caja salió una mujer de piel color lima, ojos verde mar y labios
de coral. Y le sonrió. El hombre se sintió afortunado. Casi tanto como cuando
encontró la caja.
La mujer de lima y el hombre salieron a pasear
juntos. Era muy hermosa. El hombre lo sabía. La caja se quedó en su habitación,
cogiendo polvo. Ya no la necesitaba.
Pero la volvió a necesitar muy pronto, cuando
otro día vio que otro hombre, más alto, más guapo, observaba a su mujer de
lima. Y detestó a la mujer de lima. Detestó sus cabellos ondulantes, su
estupenda figura, su voz tan linda y musical. Y como la detestaba, la golpeó, y
la obligó a dormir en la caja. La mujer se volvió azul, y después, morada. Por
último, su piel se transformó en cristal, y como el hombre no quería que nadie
descubriese ese dolor que se le transparentaba, la ocultó bajo una sábana
blanca. Y así pasearon. Nadie dijo nada.
El hombre y la mujer fantasma tuvieron hijos.
Muchos hijos. Cada día tenían uno. Luego ella los servía para comer y para
cenar, empapada en lágrimas, aullando de dolor. Y el hombre los cortaba en su
plato, con cuchillo y tenedor, y se los llevaba a la boca. Y los masticaba. Se
oían crujidos.
El hombre se cansó del llanto de esa mujer que
ya no era mujer. Por eso, recuperó su caja y la metió dentro. Por fin estaban
otra vez solos, la caja y él.
Pero la echaba de menos, a la mujer del
principio, esa mujer de colores. Sabía que ya no podría recuperarla. Metió la
mano en la caja y rebuscó, y cogió una mano flácida. Era blanca como un
cadáver. Era la mano de otra mujer.
Salió sonriendo, con la mirada perdida. El
hombre buscó en su mirada la vida y no la encontró. Llevaba el pelo corto,
castaño, pintado sobre su piel de plástico. Pestañas artificiales, ojos de
cristal, y una mueca eterna en el rostro. Eternamente feliz. El hombre paseó
con ella como había paseado con la mujer de lima. Era una mujer silenciosa, de
hecho nunca pronunció palabra. No tuvieron hijos. No rieron. Y el hombre se
acostaba cada noche a su lado, sintiéndose más solo que antes. Si es que eso
era posible.
Había sido esa maldita caja. Le pegó una
patada, y la caja no reaccionó. Tampoco lo hizo la mujer de plástico. No se
puso morada como la mujer de lima. El hombre se sintió miserable, pero no pidió
perdón.
Quería destrozarla, a la caja, a la mujer, a
las mujeres. La cogió y la estrelló contra la pared: primero la mujer, luego la
caja. Pero se tropezó con los camales de sus propios pantalones, que le
quedaban grandes. De repente, no veía. El ala del sombrero le tapaba la vista.
La camisa le cubría las manos. No podía caminar sin caer por culpa de su ropa,
que estaba creciendo a un ritmo desmesurado.
O quizá era él, que estaba menguando.
Como no sabía qué estaba ocurriendo, ni tenía
interés en averiguarlo, decidió meterse dentro de la caja, donde ahora cabía
perfectamente, a esperar a una respuesta.
Se sintió pequeño. Se hizo pequeño. Y en vez de
respuestas, en vez de soluciones, se encontró a sí mismo. En un cuerpo diminuto
y cubierto de pelo, con 8 patas, 4 ojos y un corazón de jugos gástricos.
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