Había llegado el día. Él estaba allí, donde habían acordado. Suspiró aliviada. Por un momento temió que le hubiese mentido. Lo llevaban todo: la maleta, el pasaporte, los billetes, el mono. Hojeó el pasaporte distraída, y sonrió al ver la foto. Era de hace unos años: tenía el pelito corto, más negro, y esas mejillas sonrosadas que nunca la abandonaban.
Mientras subían al barco, no pensaba en la cabaña, ni en la institutriz, ni en la mansión de la ciudad, donde conoció a su mejor amiga: aquel ángel que no podía andar. No pensaba en el abuelo, ni en Pedro, ni en sus padres; a los que nunca conoció. Por fin iba a ayudar a la persona a la que más quería a realizar aquello que ella siempre había deseado: reunirse con su familia.
- Marco - lo llama - Tu carta.
Sus manos se rozan cuando se la devuelve, y el chico se sonroja.
Con un suspiro, Heidi decide desterrar de su memoria todo lo que ha vivido hasta el momento. Solo unos ojos grandes, tristes, de un San Bernardo ya anciano pero aún fiel, la persiguen a través de la niebla.
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