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lunes, 2 de enero de 2017

Dadle al César lo que es del César

El relato adquiere forma en la mente de Pablo muy perezosamente, como un niño que se niega a levantarse de la cama el primer día de colegio, y el segundo, y el tercero. Lo tiene ahí, en la punta de alguna neurona. Lo ve: es una hoja de papel en miniatura con patas y facciones humanas. Está saltando, riendo, sacándole la lengua, agitando los brazos: se burla de él. No puede soportarlo.
El grito lo advierte de que hay algo mucho más urgente que requiere su atención.

La ambulancia lleva volando a Bea, que entre temblores y suspiros, se concentra en respirar y espirar, respirar y espirar. El bisturí le atraviesa el abdomen y ella llora. No podrá dar a luz naturalmente, el bebe morirá ahogado por el cordón: tiene que ser cesárea. Siente los guantes de látex rebuscando en su interior, llenándola de frío.
El cerebro de Pablo lucha por no desmayarse y, a la vez, seguir trabajando en esa historia que se le resiste. Encima, apunta a ser una genialidad, un éxito: algo íntimo, conmovedor y primitivo, que nunca antes había escrito.

Aguanta. Aguanta, Bea, preciosa.
Ya casi está. Aguanta.
No puede escuchar, se parte en dos del dolor. Solo piensa en su hijo y en su vientre, que está abierto de par en par. La mente de Pablo, en cambio, sigue cerrada en banda.

Un piececito. Una cabeza bañada en sangre y placenta.
El cordón, cortadlo, rápido. Venga, ¿a qué estáis esperando?
Algo se enciende: luz, deprisa, momentáneo, fugaz. ¡Eso es!
Llanto.


Es una niña.
Ha sido un parto.

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