Yo nací bólido,
en una familia de caracoles,
en un tierno bosquecillo
donde no había sitio para las rarezas.
Cuando mis padres recibieron
la visita de un helicóptero
en vez de la acostumbrada cigüeña
intuyeron que algo no iba demasiado bien.
Abrieron mi caja,
venía con manual de instrucciones,
pero al no saber leer
aquellos signos raros
como basura lo desecharon.
No encontraron la esperable concha
ni un cuerpo blando y viscoso,
sino todo lo contrario:
un reluciente coche de carreras en miniatura
pintado de rojo metálico, con las llantas nuevas.
Se miraron perplejos, y asumieron
que los del papeleo se habían vuelto a equivocar.
A las 8 de la mañana del lunes, don Caracol
estaba plantado en la puerta
del ayuntamiento inséctido.
El alcalde, una oruga rolliza,
tenía cosas mejores que hacer.
En el bosque aquel día no se hablaba de otra cosa
que de aquella familia que había empadronado
un hijo de metal y plástico.
Crecí comiendo hierbas y bichos,
mi motor intentó hacerlos combustible
sin éxito.
Me convertí así en un aparato enfermizo,
débil, y sin remedio.
Poco más tarde llegó a la familia
el deseado hijo caracol.
Ese no les daba tantos problemas,
no tenía tuercas, ni engranajes,
ni frenos ni parachoques.
Era conocido y sabían manejarlo.
Busqué por todo el bosque
algún destello de carrocería
o unas luces anti-niebla.
Nadie sabía lo que era acelerar,
ni había oído hablar de espejos
o lunas traseras y delanteras.
Nací bólido en una familia de caracoles
por eso huí del bosque en cuanto pude
por la primera autopista que encontré
y fundí rueda, sin mirar atrás.
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