Hoy escribo, por no gritar
Hoy escribo, por no llorar
Hoy escribo, para denunciar
Porque si no me saco esta espina
me temo que me voy a envenenar.
Hoy escribo sobre un zoológico
de animales variopintos
con los que he convivido
en un contrato temporal.
Y que venga mi señor Quevedo
a quejarse de las narices de su amigo
que tengo yo narices más largas
entre estos de mi oficio.
Tienen todos unos aparatejos
en las manos, de lo más curiosos.
Que ni siquiera saben utilizar.
“Iphones”, los llaman.
Con ellos les gusta juguetear.
Tenemos al gerifalte máximo,
varón de renombre,
a quien todos obedecen sin rechistar.
Si bien tiene nombre angelical,
su sonrisa zorruna bien lo puede delatar.
Cuatro hienas tiene a su servicio,
aves carroñeras, codiciosas, nada más.
Desde niñas aprendieron a usar de retrete,
las cabezas de los demás.
Los más de ellos, fundamentalmente,
compuestos de gallinas están.
Algún asno también he visto,
un asno hipersexual
(¡o dos!).
No nos debemos de olvidar,
de la señoritinga Jirafa,
que de tanto mirar hacia arriba,
ansiada cúpula de los poderosos
ha metido los pies entre la lama.
No es de extrañar, pues,
que en semejante jaula,
apeste a boñiga cada cierto tiempo,
dudo mucho que sepa cuidar,
cada animal de su avituallamiento.
Y en este apestoso acuario,
laboratorio de disección,
experimentan con jóvenes
inteligencias.
Y les roban la dicha,
y les roban el alma,
hasta las ganas de vivir.
Desconocen estos seres,
(¡y menos mal!)
que la poesía es un arma cargada de futuro.
Y no lo digo yo.
Lo dice mi compañero de profesión.
Gabriel Celaya, querido mío.
No sabe esta gente, como tú sabías,
que cobarde y maldito es aquel que no toma partido.
Partido hasta mancharse.