ha de helarte el corazón.
(Antonio Machado, Españolito)
Una no debe olvidar nunca sus raíces
ni perderlas.
Se habla mucho de ello estos días,
en este raro siglo,
en esta década extraña.
¿Cómo puede una perder algo que nunca tuvo?
Campos de Castilla me acogen.
Huertos de naranjos me miman.
Caminos salpicados de retama
me mecen entre los pétalos
de un diente de león.
Migrar. Emigrar. Inmigrar.
En mi cómoda clase turista
no siento en peligro mi vida.
No soporto las inclemencias del mar.
No vivo si la bonanza del clima lo permite.
Como tantos, tantos, tantos otros.
A los que nosotros, insolidarios,
inhumanos, miserables,
les volvemos la espalda.
Voces enlatadas
Transporto mi vida entera
en cuatro ruedas
y un arcón de plástico.
Nadie ríe, nadie llora.
Nadie ofrece una mano amiga.
Inhumanidad pura.
Verdadera misericordia
en la Puerta de Atocha: todos
somos pobres, avaros, de corazón.
Y así se pasan los años
cruzando una península,
desde las altas cordilleras
hasta la orilla.
Donde nací.
Allí, allí naciste, no lo olvides.
Mala patriota.
Olvidáis, olvidáis todos,
que los últimos patriotas
murieron hace casi cien años.
Algunos, falsos guías,
se construyeron un mausoleo.
Otros, poetas malditos,
crían malvas en las cunetas.
¿Quién, en su sano juicio,
sería capaz de cualquier
noble sentimiento,
idealismo veraz,
en este raro siglo,
esta extraña década?
Pero la luna, ¡ah, la luna!
La luna es la misma en todas partes.
Huela a musgo y roca,
o a azahar y limón.
Se deshaga en escarcha
o en espuma de mar.
Así pues, si una de las dos lunas
habrá de congelarme el alma,
si habré de elegir muerte
por garrote vil o por metralla,
elijo no elegir.
Sobrevuelo ahora
murallas, montañas nevadas,
raíles, vagones,
cansados sombreros,
muecas de cansancio,
vibrantes sabores
mediterráneos.
Puestos a elegir,
como en un juego,
elijo una luna
que también sea aceituna.
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