Las había de todos los tejidos, anchuras, longitudes, colores… Más o menos suaves, generalmente hermosas, y por supuesto, fuera de su alcance. Le chiflaban las cintas, especialmente las de terciopelo. Le recordaban a los lazos que le hacía su madre para atarle las trenzas cuando era pequeña. Entonces su pelo aún era de un rubio dorado, que con el tiempo se oscureció.
Collares, pendientes, sortijas, guantes largos y sedosos, elegantes sombreros, abrigos, zapatos… Todo eso y más había en la tienda. Pensó en que el baile de disfraces era pronto, y ella no tenía nada que ponerse. ¿Y si se disfrazaba de nueva rica? Dejaría por fin sus chándales zarrapastrosos, ocultaría sus manos callosas de tanto fregar, lavar y barrer, y cuidar a las dos hijas de su vecina, que tenían edad suficiente para insultarse pero no para quedarse solas en casa. Podría hacerlo. Ojalá pudiera.
No podía. La noche del baile tenía que quedarse con las niñas. No podría comprarse el disfraz si no se quedaba toda la noche con ellas, hasta que su madre volviese y le pagase. Y ni aun entonces le daría tiempo… Pero esa mujer tenía mucho más dinero del que necesitaba. Quizá podría, sin que se diese cuenta, cogerle prestados algunos billetes (sabía donde los guardaba), comprar su disfraz, ir a la fiesta y volver, siempre antes de medianoche, antes de que ella llegase.
Implicaba un gran riesgo. Su única fuente de ingresos podría verse truncada para siempre. Aunque en el baile podrían aparecer muchas más. Carina le había hablado de un amigo muy guapo (y muy acomodado, que era lo importante) al que le quería presentar. ¿Y si… ?
Salió de la tienda muy ilusionada, y su alegría le duró hasta la noche del baile. Hasta tal punto que, cuando robó los billetes del joyero de la señora, no vio caer de su cuello aquella figurita de plata que le regaló su madrina en su cumpleaños pasado. La vecina la conocía bien: guardaba mucho aprecio a aquel colgante, nunca se lo quitaba. Tenía la forma de un zapato de tacón alto, adornado con brillantes, como si fuera de cristal.
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