Érase una vez un hombre cansado que encontró
una caja. Era de cartón, estaba vacía en medio de la calle, no tenía nombre y
parecía que nadie la reclamaba, así que se la quedó. Tenía una araña. El hombre
la sacudió hasta que esta cayó al suelo. Pensó en lo bien que le había venido
encontrarse esa caja que no era de nadie, porque así podría transportar cosas
más fácilmente si lo necesitaba. Y no se sentiría tan solo. La caja le haría
compañía.
Los días posteriores la caja lo acompañó al
trabajo. Estaba vacía, pero lo importante era que estaba ahí, junto a él. Que
no se iría nunca, porque aunque lo intentase, el hombre la agarraría firmemente
con sus manos gruesas y peludas.
Un día pensó: "Y si esta caja me la he
encontrado yo, ¿por qué no puedo sacar de ella lo que yo quiera?" Y dicho y
hecho. De la caja salió una mujer de piel color lima, ojos verde mar y labios
de coral. Y le sonrió. El hombre se sintió afortunado. Casi tanto como cuando
encontró la caja.
La mujer de lima y el hombre salieron a pasear
juntos. Era muy hermosa. El hombre lo sabía. La caja se quedó en su habitación,
cogiendo polvo. Ya no la necesitaba.
Pero la volvió a necesitar muy pronto, cuando
otro día vio que otro hombre, más alto, más guapo, observaba a su mujer de
lima. Y detestó a la mujer de lima. Detestó sus cabellos ondulantes, su
estupenda figura, su voz tan linda y musical. Y como la detestaba, la golpeó, y
la obligó a dormir en la caja. La mujer se volvió azul, y después, morada. Por
último, su piel se transformó en cristal, y como el hombre no quería que nadie
descubriese ese dolor que se le transparentaba, la ocultó bajo una sábana
blanca. Y así pasearon. Nadie dijo nada.
El hombre y la mujer fantasma tuvieron hijos.
Muchos hijos. Cada día tenían uno. Luego ella los servía para comer y para
cenar, empapada en lágrimas, aullando de dolor. Y el hombre los cortaba en su
plato, con cuchillo y tenedor, y se los llevaba a la boca. Y los masticaba. Se
oían crujidos.
El hombre se cansó del llanto de esa mujer que
ya no era mujer. Por eso, recuperó su caja y la metió dentro. Por fin estaban
otra vez solos, la caja y él.
Pero la echaba de menos, a la mujer del
principio, esa mujer de colores. Sabía que ya no podría recuperarla. Metió la
mano en la caja y rebuscó, y cogió una mano flácida. Era blanca como un
cadáver. Era la mano de otra mujer.
Salió sonriendo, con la mirada perdida. El
hombre buscó en su mirada la vida y no la encontró. Llevaba el pelo corto,
castaño, pintado sobre su piel de plástico. Pestañas artificiales, ojos de
cristal, y una mueca eterna en el rostro. Eternamente feliz. El hombre paseó
con ella como había paseado con la mujer de lima. Era una mujer silenciosa, de
hecho nunca pronunció palabra. No tuvieron hijos. No rieron. Y el hombre se
acostaba cada noche a su lado, sintiéndose más solo que antes. Si es que eso
era posible.
Había sido esa maldita caja. Le pegó una
patada, y la caja no reaccionó. Tampoco lo hizo la mujer de plástico. No se
puso morada como la mujer de lima. El hombre se sintió miserable, pero no pidió
perdón.
Quería destrozarla, a la caja, a la mujer, a
las mujeres. La cogió y la estrelló contra la pared: primero la mujer, luego la
caja. Pero se tropezó con los camales de sus propios pantalones, que le
quedaban grandes. De repente, no veía. El ala del sombrero le tapaba la vista.
La camisa le cubría las manos. No podía caminar sin caer por culpa de su ropa,
que estaba creciendo a un ritmo desmesurado.
O quizá era él, que estaba menguando.
Como no sabía qué estaba ocurriendo, ni tenía
interés en averiguarlo, decidió meterse dentro de la caja, donde ahora cabía
perfectamente, a esperar a una respuesta.
Se sintió pequeño. Se hizo pequeño. Y en vez de
respuestas, en vez de soluciones, se encontró a sí mismo. En un cuerpo diminuto
y cubierto de pelo, con 8 patas, 4 ojos y un corazón de jugos gástricos.
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