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miércoles, 21 de diciembre de 2016

El cigarro

La lluvia suave repiquetea en las ventanas empañadas del tugurio.  La luz es tenue, espesa, olorosa, amarillenta. Apenas queda ya nadie en el bar, todos (ricos y pobres, jóvenes y viejos…) se han ido ya a sus casas. Mañana hay que madrugar para llevar el pan a casa. Por suerte o por desgracia, unos cuantos tienen pan de sobra como para coger kilos de más. Aunque esos son los que menos.

Solo una mujer, alta y elegante, permanece apoyada en la barra. Los músicos, cansados de tocar para ella, exhalan sus últimos alientos en blues. El pianista yace con la boca semiabierta sobre el atril, dormido como un recién nacido en brazos de su madre. El dueño del bar los azuza constante e incansablemente, porque como es sabido por todos los dueños de los bares, un cliente insatisfecho al final de la noche es un cliente menos al día siguiente.

Para disgusto de los primeros y para alegría del segundo, la señora pide otro whisky escocés, por favor. El frío de la copa no le traspasa hasta los manos, cubiertas con largos guantes de terciopelo incluso dentro del recinto. Cruza las piernas. El velo del tocado le cubre el rostro, dejando entrever tan solo unos profundos e inexorables ojos verdes. Sus uñas deben ser largas, a juzgar por el sonido que emiten mientras golpetean repetidamente la madera.

A través del humo de su cigarro se cuela la silueta de un hombre que acaba de entrar por la puerta. Se sienta a su lado, ella sigue perdida en sus pensamientos, rizados como su cabello. Pero tiembla, imperceptiblemente.
- ¿Qué hace en un lugar como este, sola, y estas horas, señorita? Si se puede saber…
Ella con gusto le respondería. Pero no tiene nada que responder.
- ¿No le parece amargo el whisky?
Por toda respuesta, la mujer se termina la copa de un trago. En su mente desfilan imágenes de tiempos lejanos.
El pianista, entre sueños, intenta tocar un acorde, sin éxito. El saxofonista lo fulmina con la mirada. Ha estropeado su solo.

- La cuenta, por favor - pide ásperamente, al tiempo que deposita un billete sobre la barra, y el dueño se apresura a hacer cálculos - Y dígale de mi parte a este caballero que si lo que quería era una fulana para pasar la noche, hay un sitio para alquilarlas cerca.


En compensación por las horas extras de música, la mujer se marcha sin esperar el cambio. El pianista, como para despedirse de ella, despierta y toca las últimas notas de la canción.

- Perdone… ¿A qué caballero se refiere, señorita?





Pero ella ya había desaparecido tras la puerta, dejando como único signo de presencia su cigarro, aplastado en el suelo.




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