A veces, se me mete algo en el ojo,
y mi retina se tiñe de un erotismo feroz.
Entonces, de repente, un talón desnudo,
una falda que vuela, la línea de un omóplato,
una mano que gira, una espalda nudosa,
emergen de entre la multitud llenos de encanto.
Las fragancias florales,
los pétalos enredados
entre las ramas,
las caricias fugaces,
involuntarias,
como el roce de un rayo de sol.
Todo configura un incomprensible cuadro,
un cuadro que se abstiene de toda lógica,
que mis sentidos degustan con deleite.
Las
muchachas
en
flor
(aquí verá el lector culto la referencia a Proust)
Ríen y suenan campanillas.
Los
jovencitos,
gráciles juncos,
las cortejan.
Y se piensan que no me doy cuenta de nada.
Cuando los contemplo,
vuelvo a ser.
Al menos, se me ofrece una remota posibilidad.
Me identifico con sus cuerpos llenos de vida.
Soy una de sus piernas rodeando una cintura.
Soy sus manos acariciando muslos.
Soy una humedad sin nombre
que mana de todas sus carcajadas.
Sus cosquillas me provocan una risa oxidada
pálida, mohosa.
Yo ya no estoy para estos trotes.
Y sin embargo,
al cruzar el portal
permito a mis párpados liberar las ensoñaciones
abrir las jaulas del deseo.
Entreveo, agazapada por el fulgor de los tubos de luz que parpadean
la sombra de una pantera que se relame
porque va a devorar al domador.
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